Responsive Advertisement

Calor

Ya cayó la noche, los osos ya descansan en sus cuevas, las lechuzas asustan a los caminantes que apagan con socorro las linternas, las niñas de faldas largas ya no salen y los grillos comienzan una sinfonía de flautas y ramas como señales lunares. Hay un único color vivo y cálido entre todas las tonalidades verdes y frías del bosque. Es una mezcla de líquido inflamable y leña de corazones, risas sordas de escopetas descargadas, cuerpos sudorosos compartiendo sangre seca, formando líneas oscuras en sus manos que ahora brindan con cerveza. Facciones duras, manos gruesas y estómago lleno de recuerdos, pero un único centro y vínculo. Hace calor.

Esa noche éramos tres: el viejo, Eddie y yo escuchando las balas perdidas y las historias sobre las mujeres belgas. Nos quedamos un poco más, cuando la presencia de un fantasma en el cuerpo de un veterano roto e irreparable reconoció nuestras caras y luego se acercó hacia nosotros con más de tres cervezas en las venas y un porro entre los dientes.

—Mira lo que trajo el viento ¡Hip! La mejor camarería de la Alianza, cuando los vi disparando espalda contra espalda a todos esos alemanes pensé que morirían —Eddie me observó con compasión, nunca he sido bueno con las palabras a ciencia cierta. Fue nuestro capitán en la guerra de la que al mundo no le gusta hablar y el tema de conversación esa noche de diciembre, una reunión del recuerdo de lo que había sido la mitad de nuestra vida militar.

—Oh, pero miren quién es, ¡el gran coronel rojo! Aunque veo que el factor del nombre ya no está —dijo Eds, extendiendo los brazos en sorpresa.

—Si pudieras ver a mi mujer sabrías porque ya no tengo ni un solo pelo— respondió el fantasma del hombre haciendo marometas con las manos en el vacío del cabello — Me pone los nervios de punta ¡Hip! —Tomó en un fuerte agarre mi hombro como siempre solía hacer 20 años atrás y dijo exactamente lo mismo— Tan callado como siempre eh Belmond —Lo miré con diversión— Algunas cosas no cambian, ¿no es así?

—Tampoco la bebida coronel —dije mientras levanté mi vaso y pedí otra a la muchacha asustada detrás de la barra, seguramente era su primera noche y sería la más larga.

El viejo hombre se destornilló de la risa haciendo caer media cerveza en mis pantalones, no, algunas cosas nunca cambian.

—Acompáñenme esta noche, ¡Hip!, oí que hay una manada de ciervos en el norte del bosque.

—Ya no cazamos coronel, dejamos esos malos hábitos cuando acabó la guerra— dije con premura.

—Así que finalmente han decidido formalizar lo suyo ¡Hip!, siempre lo supe desde que los vi tomados de la mano en aquel amanecer de 1918, me alegro —Sonrió guiñándome un ojo.

No sé si fue el alcohol que tenía encima, el recuerdo olvidado de ese amanecer por mi mente exhausta o simplemente mi orgullo demostrando algo inexistente.

—Claro que podemos esta noche Eds, vamos, tenemos las armas en tu oficina —dije en un arranque de las palabras que tenía atascadas en la garganta, busqué los ojos de mi amigo y pensé por un instante que había interrumpido un pensamiento y desatado un dilema interno que provocó el acercamiento de las cejas antes negras y ahora encanecidas con una mirada suspicaz.

Él asintió aún con el entrecejo fruncido como siempre hace cuando me sigue anteponiéndose al simple mecanismo del sentido común o las corazonadas. 

Nos dirigimos a la cabaña trasera del bar, un pequeño cubículo cedido por el ejército al que levantó la bandera francesa después del amanecer del 18’, cuando los muertos se empezaron a levantar con una sonrisa de victoria y ojos desorbitados que me recorrerían la espina para siempre. 

No era la falta de dientes, los huesos rotos, las magulladuras violáceas o la carne al rojo vivo de mis compañeros; era la ausencia del alma que vi en esos ojos hundidos, la falta del ser, el arrebato de la humanidad que perduraría hasta que estemos bajo tierra de pecados inimaginables contra hombres inocentes.

—¿Estás seguro? —dijo sin soltar la escopeta de mi mano.

—Sí, creo que lo necesito Eds —omití la preocupación en esos ojos cansados, flaqueando en el intento. Asintió y yo hice lo mismo.

Avanzamos con lentitud en el bosque precipitado acompañados del desentierro de las historias que solo el alcohol a media noche recuerda. Los árboles se extendían cubriendo el cielo y cuando uno subía la cabeza temía estar en el negro vacío de la nada. 

Algo de pronto cargó el ambiente, el interruptor que activa el aliento del cazador hambriento. Se oyó, entonces, el crujido de las hojas secas que venía unos metros más adelante donde los ojos no alcanzaban a ver. Corrimos hacia él y entonces se dividió, a la izquierda y derecha, el coronel hizo señales divisorias de escuadrón. Yo aquí tú para allá y así lo hicimos.

Creí ver algo así que cargué mi arma y apunté. De pronto, todo se volvió nube y debajo del agua. Oí tan fuerte los latidos de mi corazón que temí que este se saliera, temí estar vivo. 

Era la noche de 1918 en las trincheras. Ya no había comida y todos estábamos hartos de cenar ratas. Caía pedazos de tierra y gases por todos lados, Eds y yo éramos apenas dos niños que se encontraron en la miseria de la guerra cuando no te queda nada porque nunca tuviste nada. 

Lo conocí en la primera formación que tuve en mi vida, el general a cargo estaba abofeteando a un italiano que se quería ir a casa, todos sentimos el lago rojo que se formaba alrededor, pero nadie miró, hasta que alguien corrió a separarlos. 

—Déjelo —ahí conocí la extroversión de sus cejas y la fuerza ilógica en sus palabras.

—Hijo de… —golpe en el estómago y directo al suelo, así me lo enseñó mi padre.

—Vamos, agárralo de los pies —me dijo el chico sin nombre. Lo llevamos a enfermería hasta que empezó a convulsionar en nuestros brazos mientras el general alzaba su revolver hacia nosotros.

Sería el primer muerto de los nuestros y el primer general suspendido. Alguien dijo alguna vez que a los niños los protege una fuerza superior, nunca tuve dudas.

—Soy Eddie, puedes llamarme Eds —me tendió la mano como ya nadie lo hacía.

—Tom, no deberías dar la mano, te la pueden cortar —dije, aunque igual se la tomé.

Duramos así cinco años, castigados constantemente y casi expulsados a las dos semanas. Nunca me faltaron palabras porque Eds las tenía para ambos y no existió una sola noche en donde no nos contáramos nuestros sueños buscando formas en el cielo estrellado.

Encontramos en el otro a la familia que siempre buscamos y tuvimos suerte, es que los jóvenes siempre la tienen de más.  Esa noche del 18’ bordeaba la locura, iba a salir, prefería morir a pasar una noche más en ese infierno. Llevaba días sin dormir por los gritos agonizantes, ya no había agua y la piel pegada a las costillas se empezaba a pudrir cuando recibimos el mensaje de que tiempos difíciles llegarían pronto. En un momento culminante saqué la navaja tallada que tenía en el pantalón e intenté clavarla hasta que el aire dejó de entrar a mis pulmones y las manos me sudaban tanto que me tuve que sentar. Las paredes de tierra se cerraban y escuchaba un silbido pegado en el aire. Iba a morir, ahí mismo cobarde del pánico y la mente. 

El terror me carcomía. Hasta que vi la cara de Eds, hablaba sin voz, sólo veía sus labios moverse, me abrazó. Poco a poco empecé a escucharlo y a un susurro llorando, creo que era yo. Me abrazó mientras me contaba alguna historia de las que usa cuando cierra los párpados de nuestros compañeros atrapados en las alambradas, hasta que en algún punto me quedé dormido. 

Ese amanecer los Aliados ganaron la guerra y yo a un hermano. Habían pasado veinte años de eso y otra vez todo se arremolinaba en mi estómago, las trincheras, las extremidades que encontrábamos por el camino, la agitación y el agua sabor a sal de mi frente.

—Estoy aquí, déjala, deja el arma Tom —vi al frente a un Eddie más viejo que el del recuerdo— Respira, tú puedes —Tomó mi mano y me sentó sobre algo plano, tal vez pasto o una piedra.

—Escucha mi voz, cierra los ojos y escucha mi voz, ya no estamos ahí, ambos tenemos arrugas y somos caballeros, vamos Tom, tú ahora llevas gafas, esas de las que juramos no tener —él no mentía, sentí el peso de los lentes de botella.

El dolor en el pecho bajó y el latido de mi corazón dejó de asustarme. Lo abracé tan fuerte que temí soltarlo. Cuando volvimos el coronel ya había prendido una fogata, estaba dormido o desmayado bajo una manta verde. Nos sentamos alrededor a compartir esas historias que yo siempre temí decir en voz alta, supongo que había olvidado todo, incluyendo los buenos recuerdos. 

—Perdón Eddie, ya no estamos en esos trotes para que ande en pensamientos de muchachos.

—Nada de eso Tom, somos almas jóvenes en estos cansados cuerpos de viejos, no creas que este cacharro ha olvidado nuestras promesas —dijo riendo.

Yo también reí como nunca. Seguimos así toda la noche y continuamos aun cuando se extinguieron las llamas. Después de 46 años y una guerra a uno ya no le queda ni un ápice de cordura.

—Cómo lo quise, era un hombre dulce e infinitamente bueno, ese amanecer me salvó de mi mismo —dije mientras alguien en la primera fila de la iglesia que no alcancé a ver por la empañadura de mis gafas, creo que era la hija del viejo Eds, sorbía moco en su pañuelo mientras observaba el ataúd de mi amigo— y posteriormente dos décadas más tarde esa noche frente a la fogata me sentí por fin merecedor y desesperadamente feliz de algo que latía en mi pecho, un sentimiento casi incontenible, algo que podía llamar hogar y te decía que todo estaría bien y tú le creías, del que te da la mano para saludarte y te abraza toda la vida, esa noche sentí calor.